Por Celso Román
El ciudadano Pascual Colonia Nemesio intentó vender un dedo meñique en la Carrera Décima. "En estas cosas de la venta ambulante tiene uno que madrugar para coger puesto en el andén", dijo a los periodistas que lo entrevistaron en la Comisaría del Centro, donde está precautelativamente detenido por alteración del orden público.
Antes de las siete de la mañana, cuando la ciudad empieza apenas a despertar para el afán cotidiano que tres horas más tarde la tiene convertida en un hormiguero alborotado, un avispero embravecido o una guazabara impresionante, Pascual Colonia Nemesio ya había extendido un trapo rojo, de bayetilla, medidas de metro por noventa centímetros, defendido del viento mañanero por el peso de cuatro piedras irregulares colocadas sobre cada una de las puntas.
El lenguaje de los vendedores callejeros ha establecido códigos y pautas de comportamiento acatados por todos en silencioso pacto: trapo rojo extendido en el andén, en el lenguaje de la selva de cemento significa territorio marcado, posesión establecida, límite trazado para exponer sobre ese espacio mercancía destinada a la venta.
Sobre esa tela colocó un plato tintero marcado "Café de Colombia" y encima del plato un puñado de algodón y sobre el algodón un cuchillo de cocina.
Con la salida plena del sol, apenas los oficinistas corrieron a marcar la tarjeta y la calle se colmó con la multitud de desempleados que la recorren sin ton ni son, lentamente de arriba a abajo, de izquierda a derecha, de norte a sur, de oriente a occidente buscando la oportunidad de sus vidas en los loteros, los yerbateros, los Hare Krishna discípulos del Gurú, de los carismáticos o de los compañeros estudiantes comprometidos y beligerantes.
Deambulan a la deriva, de sol a sol, sacándole el cuerpo al hambre y esquivando los raponerso, los carteristas, los gamines, los acostados en la calle con llagas de verdad, con muñones, con cegueras y acordeones; sin dejarse tocar ni alcanzar por las mujeres de la vida triste. Los vendedores de relojes robados, artículos de contrabando, de chucherías de colores de cosas y cosas y objetos inverosímiles.
Cuando la calle sedimenta su detritus y el día es un hecho concreto, Pascual Colonia Nemesio inicia su discurso introductorio: "Señoras y señores pongo a la venta este dedo meñique, ustedes mismos pueden constatar su grado de salud, la tersura de su piel, la limpieza de su uña, la natural flexión de sus articulaciones", y sin dejar de caminar, gritando de vez en cuando para llamar la atención de los que están más lejos, mueve el dedo meñique de su mano izquierda.
"¿Este loco qué es lo que va a hacer?", se pregunta la gente que se empieza a arremolinar. Algunos carteristas aprovechan el tumulto para esculcar los bolsillos de los desprevenidos que, con la boca abierta, siguen el interminable bailoteo del dedo meñique.
"Sí, señoras y señores, vendo este dedo para conseguir con qué comer: ahorita lo voy a poner en este platico para el que se lo quiera llevar"; Pascual Colonia Nemesio se quita la camisa y se la amarra en la cabeza como un pirata, se quita los zapatos, se quita las medias, se arremanga los pantalones y queda como un náufrago en medio de la marejada de gente que comienza a hacer un remolino de cabezas levantadas y cuchicheos:
(Ese loco dizque va a vender un dedo... que para que le den de comer... Ahí tiene el cuchillo, Virgen del Carmen, de pronto mata a alguno... mucho bruto: se le corrió la teja...)
Dando un grito brinca en el trapo rojo, se agacha, recoge el cuchillo y empieza a blandirlo haciendo que el círculo de espectadores se amplíe. El público ya no se ríe. La gente sobrepasa el andén y empieza a invadir; los carros pasan despacio y los choferes miran con curiosidad preguntando ¿qué pasa? ¿qué pasa? "Un loco se va a cortar un dedo para venderlo", les responden. Las busetas repletas se inclinan de ese lado cuando los pasajeros se amontonan contra las ventanas para ver como una ráfaga el relámpago del sol sobre la hoja del cuchillo, el brinco de Pascual Colonia Nemesio y su grito de dolor que atraviesa toda la décima y culebrea por las calles atestadas cuando el dedo cae en el plato y sigue moviéndose por unos segundo dejando una mancha roja ("como una flor", diría el poeta) sobre el algodón.
El grito es debelado por la sirena hiriente de una patrulla de policía.
La multitud es tan grande que el extremo del tumulto, en su periferia exterior, al final del trancón vehicular que va tupiendo el centro de la ciudad, el rumor llega agrandado, como una piedra que genera un alud "se suicidó un tipo que no tenía empleo", dice otra; "le cortaron el dedo a un tipo para robarle el anillo", sugiere una tercera; "la policía está llevándose a los vendedores y confiscando la mercancía", dice la más angustiosa; el karma negativo, dicen, el fin del mundo, gritan, es la revolución que acaba de estallar: hay sangre corriendo por la Carrera Décima.
La acción empieza de lado a lado, de derecha a izquierda, de arriba a abajo, del centro a la periferia y de afuera hacia adentro de la multitud descontrolada. Se entrechocan los que se quieren ir, dada la magnitud de los rumores, con los que se quieren acercar, dada la magnitud de la curiosidad.
Crece la tensión cuando se acerca un aguacero: desesperada porque vaya y le rayen el carro, una señora trata de salir corriendo, arranca el renolito en primera y golpea una buseta. El chofer se baja con una varilla en mano: una cipote de un metro de larga por dos pulgadas de diámetro: el ambiente es propicio para la acción punitiva.
La patrulla logra por fin llegar hasta donde está Pascual Colonia Nemesio doblado, de rodillas sobre el trapo rojo, en medio del círculo de la soledad, agarrándose el muñón que borborita sangre inconteniblemente. Dos agentes con el bolillo listo lo interpelan: a ver su licencia de la Alcaldía para ventas ambulantes. Aver el permiso para vender carne en vía pública. A ver el carné de sanidad. A ver sus papeles. El hombre levanta la mirada: los ojos están llenos de lágrimas, su cara de pirata, salpicada en sangre, le mete terronera a los policías: "Este tipo se volvió loco: queda detenido". Pascual Nemesio se desenrosca como un felino y se abalanza sobre los agentes como una pantera con los brazos abiertos y las garras extendidas.
Hay un grito entre la multitud, hay desorden, hay acción: las piedras que mantenían el trapo pegado al suelo ya vuelan en varias direcciones: una rompe las vitrinas de una panadería y los hambrientos van por el pan. Otra rompe el vidrio panorámico del automóvil último modelo de un industrial con guardaespaldas, que al grito "me secuestran al patrón", inaugura el aire del mediodía con los primeros disparos. Otra piedra da en la cabeza de uno de los agentes, obligándolo a sacar su arma de dotación para la segunda ráfaga del día. El cuarto guijarro vuela de un lado a otro de la calle cruzando limpiamente el ventanal (rompiendo y manchándolo) de un almacén de calzado. Entran las manos a buscar los guantes para sus pies.
El chofer de la buseta hace rato terminó de romper metódicamente los vidrios y las farolas del renolito de la señora y ahora se dedica a lanzarle improperios de calibre más grueso que el de la varilla. La multitud crece. Los pasajeros descienden de buses y busetas, algunos caballeros toman partido por la decencia y galantemente se ponen al lado de la dama que llora histéricamente, pero son superados en número y en habilidad por los que raponean las joyas y los relojes mientras suenan otros panorámicos y se generaliza el saqueo en los vehículos abandonados por sus dueños. Otro grupo grita abajos al alza del transporte y el chofer de la varilla en la mano apenas tiene tiempo de palidecer viendo su buseta en llamas.
El saqueo aumenta, crecen la gritería y las columnas de humo que elevan al cielo la respuesta a las estadísticas sobre el desempleo, alza en el pan, la leche, la carne, los bebestibles y los comestibles. Vuelan los volantes que los compañeros estudiantes comprometidos y beligerantes distribuyen emocionados como quien ve realizarse un sueño a mediodía: "La coyuntura, la coyuntura, dicen compañeros del pueblo, aprovechemos la coyuntura" y los compañeros desempleados se miran las manos y mueven las coyunturas de los dedos pensando que tal vez la cosa sea cerrando la mano y apretando el puño, como si aquello de que no todos los dedos de la mano son iguales fuera cierto, pero más cierto es que la unión hace la fuerza.
El trapo rojo de Pascual Colonia Nemesio, libre de las piedras que lo ataban al suelo, entrapado en sangre, emprende el vuelo por encima de la multitud enfebrecida. Los policías piden refuerzos por radio-teléfono: "¿Qué pasa? ¿Qué pasa?" Preguntan en la central. "La subversión se toma el centro de la ciudad", responden en medio del traqueteo, "agitan bandera roja, saquean el comercio, incendian buses urbanos y vehículos particulares; solicitamos refuerzos, tenemos preso al cabecilla de todo".
A las tres de la tarde el centro de la ciudad sigue reventando como maíz frito. La policía no logra controlar los desórdenes, hay barricadas, piden refuerzos.
Por la carrera séptima, de norte a sur, desde los cuarteles del Ejército se acercan, con las luces encendidas, los camiones cargados con tropas antiguerrilleras, con lanceros avezados, con hombrones de uniforme camuflado, con fuerzas de élite que no le temen a nada. Lentamente, como conscientes de su propia fuerza, forman una larga serpiente atragantada de tramo a tramo por los tanques cascabel y los transportes urutú rumbo al centro.
De los elegantes barrios del Norte subió la peregrinación de las gentes de bien; hasta la séptima llegó la romería de los elegantes señores de corbata, de las bienhabladas señoras de tacón alto, con sus hijas vestidas de blanco a celebrar el gran carnaval de la democracia con cintas en el pelo y banderitas en las manos: saludaron los tanques, le tapizaron con flores el camino a la caravana cargada de veneno, le agitaron perfumados pañuelos blancos a los altivos militares de pecho erguido tapizado de insignias, de mentón firme y bigote varonil, de impávida mirada de gallos finos bajo el casco de guerra.
¡Qué espectáculo de defensa del carro económico y las joyas de oro rebajado, qué orgullo estar vivos para ser testigos del monumento histórico, del fortalecimiento de las instituciones, de la salvaguardia de la República, del pie de la letra de la Constitución! ¡Adiós a los nobles soldados que al centro viajáis, que el orden impondréis con los tanques cascabéis!, le cantaban los locutores, les bendecían los párrocos, le lanzaban besos las futuras candidatas a Miss Colombia; aplausos, aplausos, hasta que pasó el último vehículo artillado rumbo al despelote del centro donde se levantaba una sola, espesa, tensa, tesa, gruesa columna de humo.
A Pascual Colonia Nemesio lo llevaron a rastras los policías antimotines y en el camión jaula le molieron la cabeza a bolillo y las pelotas a patadas. A las siete de la noche había culminado la operación rastrillo y la política de tierra arrasada. Los selváticos lanceros de piel broceada, las tropas de choque finiquitaron el "ratissage" (cacería de ratas hasta el exterminio, que llaman los franceses) y fusilaron sin fórmula de juicio a todos los capturados que tuvieran zapatos nuevos, más de un reloj y más de dos anillos; condenaron a cadena perpetua a los que olieran la boca a pan fresco o tuvieran la barriga llena y tufo de pollo asado; a 20 años de cárcel a los que supieran leer y a 30 a los que supieran escribir.
Con grúas se llevaron los carramanes de los vehículos incendiados y en los crematorios de la Brigada hicieron desaparecer volquetadas de cadáveres.
A las nueve de la noche el Sr. Presidente habló por televisión y volvió a decir que no le volvería a temblar la mano para restablecer el Orden que ya estaba restablecido; para traerles la calma que ya les había traído; para castigar a los culpables que ya estaban cogidos; para hacer respetar las vidas, bienes y honras que irrespetados habían sido. Tenemos al agitador, al responsable que obedece a consignas foráneas. El Primer Mandatario habló y habló hasta que el país entero se fue a dormir con el corazón tranquilo y una sonrisa en los labios.
En los noticieros del día siguiente salió Pascual Colonia Nemesio con la cara abogatada por los golpes y la mano izquierda vendada: le habían cosido otra vez el dedo para desvirtuar esas especies que circulaban de boca en boca, para dar un mentís a esos rumores propalados por la subversión, para acallar esa versión macabra de que lo que quería era vender un dedo para poder comer.